Cuatro años de Clemencia

Cuando el incienso comienza a perfumar la tarde del Sábado de Pasión y el sol acaricia los tejados del centro de Málaga como si los bendijera, el aire cambia. Es un rumor de silencio contenido, de respeto que se escucha y de fe que se palpa. Es la espera. La certeza de que Málaga vuelve a encontrarse con el Santísimo Cristo de la Clemencia.

Por tercer año consecutivo, tuvimos el privilegio de acompañar con nuestros sones a una devoción que no deja de crecer al compás del pulso cofrade malagueño. Desde la solemnidad de la Iglesia del Sagrado Corazón —donde la piedra parece susurrar siglos de fe— comenzó un cortejo cargado de oración, de entrega, de hondura. Una procesión digna de los paladares más exigentes, de aquellos que entienden que la elegancia no está reñida con la emoción.

La salida fue majestuosa, serena. Se abrió paso entre la emoción de quienes aguardaban como se aguarda a lo sagrado: con el alma en vilo y lágrimas que decían lo que la boca calla. Y cuando nuestros metales y tambores comenzaron a hablar, no fue música lo que brotó, sino oración. Fue un rezo sonoro, un lenguaje sin palabras que envolvía cada paso del Señor.

Avanzamos por las entrañas de Málaga, y allí llegó uno de esos momentos que se graban, no solo en la memoria, sino en el alma: calle Nueva. Allí, el recogimiento se hizo arte y la música, plegaria. El Santísimo Cristo de la Clemencia, bañado en oro por el sol primaveral, caminaba con la dignidad de quien no necesita decir nada para conmoverlo todo. Qué manera de vestirlo con la luz. Cada redoble era un paso hacia dentro, cada compás, una rendición del corazón. Y si hay una estampa que aún vibra en nuestras retinas, es la subida hacia la Catedral. Imponente. Sagrada. Acompañarlo por aquella rampa fue como estar junto a Él en el monte de la Redención. 

Ya con la noche tendida sobre nosotros como un manto, la curva de San Julián con Carretería nos enfrentó al alma cofrade de esta ciudad. La esquina, estrecha y viva, se convirtió en un suspiro que terminó en aplauso. El bronce de nuestros instrumentos dialogó con los balcones y los cardos de su trono; con el murmullo de una ciudad que entiende que, a veces, hay que mirar con el alma para ver de verdad.

Y como todo lo bueno, como todo lo eterno que se hace fugaz, el día tuvo su epílogo. La entrada del Santísimo Cristo de la Clemencia estuvo envuelta en la música de la Oración para los Caídos. Allí, en ese instante último, no hubo diferencias. No hubo bandas ni portadores, no hubo público ni cortejo. Hubo unidad. Hubo ciudad. Hubo fe.

Este tercer año no ha sido uno más. Ha sido reencuentro, renovación, promesa. Promesa de seguir rezando con nuestros instrumentos, de seguir caminando junto a Él cada Sábado de Pasión. Porque cuando la música nace del alma, no suena… reza.

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