La tarde aún no había terminado de nacer cuando los primeros compases de “Réquiem” rasgaron el aire del Domingo de Ramos. Una melodía que ya es tradición, pero que nunca suena igual. Cada año tiene su pulso, su alma. Y este año, el Señor del Ecce Homo, sobre su imponente trono de misterio, volvió a cruzar las puertas del real templo victoriano con el rostro sereno y la mirada baja, como queriendo abrazar con los ojos a cada alma que se congregaba en torno a Él.
Desde el principio, el andar fue firme, decidido, como si cada paso respondiera a una promesa hecha desde dentro, desde lo más íntimo. A su espalda, nuestra música lista para servirle. Lista para rezar con notas lo que a veces no alcanzan a decir las palabras. Así comenzó un Domingo de Ramos que, como cada año, nos devolvía al lugar donde la fe se hace calle.
Mariblanca fue un clamor. El pueblo, expectante, se abría paso entre el incienso para contemplar el discurrir del señor que es Humildad en cada paso. Allí, entre balcones rendidos y aceras abarrotadas, sonó “El Día del Señor”. Y no hubo un solo corazón que no se estremeciera. La calle entera pareció suspenderse en un instante eterno, donde el tiempo ya no importaba.
En Santa Lucía, esa curva que tantos recuerdos guarda, fueron “Jesús Lacerado” y “Lleva sv Nombre” las que dibujaron la escena. Allí, entre los muros rosados de los Mártires, comprendimos que aquel instante era otro verso más en la historia compartida entre la banda y el Señor.
Después, el recorrido oficial. La solemnidad. La Catedral como casa común de todos, como destino y promesa cumplida. Y tras ella, cuando ya parecía que la emoción no podía crecer más, llegó Santiago.
Allí no se tocó, se rezó. “Siervos de tu Humildad”, nacida para ese instante, se convirtió en la plegaria hecha música. El Señor la recibió envuelto en un silencio sobrecogedor, bajo la penumbra de la piedra antigua y el calor de un pueblo que no necesita más que Su presencia para sentirse en casa. Fue un instante sagrado. De esos que no se explican, se sienten. Un momento para la eternidad.
En la vuelta, aún quedaba mucho corazón por entregar, aún quedaba mucha música que interpretar. A paso valiente, como salió, el Señor regresó a su templo. Y allí, cuando los portadores se encontraban con la última de sus mecidas, de frente a su banda, con la mirada fija y el alma entregada, sonó “El Sueño”.
Y lloró la música, y lloraron los ojos. Pero no de tristeza. Lloramos de gratitud, por haber vivido una vez más este milagro de cada año. Porque no acompañamos una imagen. Acompañamos a un Dios que se hizo Hombre para caminar con nosotros. Y nosotros, músicos del Paso y la Esperanza, tenemos el privilegio y el honor de ser su banda sonora en el Domingo de Ramos malagueño.
Que nunca nos falte el Señor de la Humildad. Y que Él bendiga siempre nuestros sones.



